Abril 2009




"La paz comienza con una sonrisa"

Teresa de Calcuta

Pronto estaremos en Semana Santa; para algunos es tiempo de religiosidad, de reflexión; para otros, es tiempo de relax y vacaciones, y para otros, quizás sea la “menos santa” de todas las semanas del año.

Pero independiente de lo que pensemos hacer en estos días, creo que sería una buena oportunidad para preguntarnos qué pasaría si Dios decidiera venir de nuevo a la tierra con su naturaleza humana, digamos que de visita.

Al menos los cristianos ya creemos que Dios se encarnó una vez en la persona de Cristo, y que a través de él nos mostró cual es su verdadero espíritu. Pero ¿Será posible que Dios esté dispuesto a dejar otra vez su santo cielo para estar de nuevo físicamente entre nosotros? ¿Con qué espíritu volvería?

Sin dudas que su espíritu debería ser el mismo. Ya sabemos algo sobre la santidad de su espíritu, ese mismo espíritu del que nos habló Cristo, que él personalmente nos mostró con sus palabras y con su ejemplo. Un espíritu fundamentalmente humilde, de caridad, de reconciliación, de compasión, de perdón.

Ese mismo espíritu lo conseguimos también en muchas personas que se cruzan diariamente en nuestro camino; como aquellas que con humildad nos invitan a instaurar libremente la paz y la justicia, animados e inspirados en la bondad y el amor fraterno, y lo hacen no solo con sus palabras sino también con su ejemplo.

Ése, con seguridad es el mismo espíritu de Dios, su espíritu de santidad, el espíritu santo, su espíritu de amor, pleno de generosidad paternal. Y probablemente sea el mismo espíritu que comparte con todas aquellas personas, quienes de alguna manera proyectan y reflejan con humildad una inmensa paz y bondad, sin importar a que raza, tradición, culto o rito se pertenezca.

Los seres humanos, al igual que Dios, podemos tener y mostrar en diversas formas nuestro espíritu, pero uno solo es el espíritu de la santidad, uno solo es el espíritu santo.

No es difícil, entonces, saber quiénes están con Dios en la tierra, con su mismo espíritu, y quiénes por el contrario, no lo están; no parece muy difícil saber quiénes están con Dios y quiénes no: las personas que tienen ese espíritu de bondad y amor fraterno y que proyectan y transmiten con humildad y alegría una inmensa paz interna; esas personas, lo más seguro es que están con Dios y conviven – comulgan - con su mismo espíritu de santidad. Son y tienen un mismo espíritu.

Por el contrario, quienes de manera agresiva irradian la violencia, impulsando con soberbia el odio y la división entre los seres humanos, la misma división que seguramente empapa sus propios espíritus, dobles y farsantes; esos que ofenden y provocan de manera constante a los demás; a esos - no es difícil adivinarlo – y aunque pretendan llamarse cristianos, con crucifijo en mano, en realidad no viven ni conviven con el espíritu de Dios. Aunque lo pretendan y se hagan llamar así, no son cristianos, ni poseen ni proyectan el espíritu de Cristo, que es el mismo espíritu de Dios, que es el espíritu de la verdadera santidad, que es el espíritu del amor paternal, fraternal y filial en uno solo.

Lo preocupante en realidad es que,cuando nos cruzamos diariamente con personas que llevan dentro de sí el espíritu de Dios, y las condenamos y despreciamos porque no tienen nuestras mismas creencias o culto, o porque no pertenecen a nuestra secta o clase social, o grupo étnico, o porque son ricos, o porque son pobres; en la medida en que los rechazamos y los condenamos, en esa misma medida también estamos condenando todos los días al mismo Dios, a su espíritu, que está presente en ellos.

Sabemos que Dios, a través de estas personas, promueve la justicia y la paz de modo que reinen en la Tierra, pero no por imposición de nadie, sino por el convencimiento y la libre voluntad de cada quien, de cada uno de los seres humanos; tal como él mismo nos lo enseñó en la persona de Cristo. Ese fue el mensaje de Dios personificado en Cristo; el mensaje que nos dejó cuando se le ocurrió venir por estos lares en forma humana, la vez pasada…

Si Dios viene nuevamente, probablemente se acerque a unos sencillos y casi analfabetas pescadores en alguna playa cercana, para hacer de ellos los nuevos apóstoles; o invitará al sencillo y rechazado empleado público encargado de cobrar impuestos; o quizás se acercará a la mujer adúltera arrepentida para perdonarla, y a los muchos enfermos de sida, los leprosos de nuestros días, así como también le tenderá amistosamente sus manos a todos los execrados socialmente, a los miserables, a los pecadores que sufren, se mezclará con ellos y estará dispuesto como siempre, con la mayor solidaridad, a redimirlos, curarlos y perdonarlos. Pero en un ámbito de paz y amor, no de odio ni de violencia.

Y quien sabe cuántas cosas más tendría que repetir con base a ese mismo ardor y espíritu santo: el espíritu del amor, del perdón, que también sin dudas es el espíritu de la verdadera justicia.

Si regresara otra vez y se hiciera acompañar de ese grupo de humildes pescadores y de la prostituta arrepentida, diciendo que ellos son los "mensajeros" de Dios ¿Qué haremos nosotros?

Frente a ese grupo de “marginales” ¿Cómo actuarán las autoridades religiosas? ¿Los invitarán a que ocupen algún trono dorado de terciopelo y satén, para que sean adorados desde algún palacete en Roma?... ¿Y qué harán esas sectas religiosas, tan apegadas ellas a los ritos y buenas costumbres, y asociadas siempre con el buen dinero, pero que rechazan y detestan a cualquiera que no sea como ellos? ¿Y cómo actuarían esos santos hombres y mujeres que de punta en blanco no dejan nunca de asistir a la misa los domingos, pero apenas salen del templo miran con soberbia y desprecio a los que no son de su mismo nivel económico y social?

¿Y qué decir de aquellos poderosos, que aprovechándose de su poder político y económico quieren controlar el mundo, sembrando violencia, injusticias, odio y división entre la gente? ¿Cómo lo recibirían? ¿Con espléndidos banquetes y marchas militares?

Es época de reflexionar, más temprano que tarde se presentará de nuevo entre nosotros. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Lo montaremos en una tarima para llevarlo en procesión y recibirlo con palmas en las manos?... Ya sabemos lo que seguramente le ocurrirá en los días siguientes.

Y seguro que también se convocará a un sínodo para tratar la cuestión, y sin saber lo que estamos haciendo lo condenaremos a muerte nuevamente por pretender ir contra el status quo, contra el orden establecido humanamente… ¡que lo crucifiquen! Y entonces, tendremos que afrontar esa misma mirada atropellada por el tormento, y en su angustiosa aflicción nos preguntará: “Pueblo mío, ¿Por qué me has abandonado?... ¿Popule meus quid feci tibi? … Respóndeme”


Gustavo Pérez Ortega


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